La adolescencia constituye
sin dudas la etapa más recordada y añorada en la vida de la mayoría de las
personas. Un estadio evolutivo colmado de cambios abruptos y predominantes de
crisis de identidades referidas al carácter, la personalidad y la sexualidad,
es a su vez el disparador de las experiencias que se mantienen llagadas en la
íntima esencia de un ser humano hasta el epílogo de su existencia.
Lo que alguna vez fuimos en
nuestra preciada juventud es lo que pretendemos sostener eternamente,
rememoramos con ternura aquellas cosas que nos movilizaban plenamente, a la vez
que tratamos de imitar nuevas tendencias para sentir que no estamos tan lejos
de esa hermosa sensación de perpetua mocedad.
Cuando se hace referencia a
“la época de una persona” se la vincula con los instantes en que sus conductas
van en sentido concordante con las modas y las predilecciones mayoritarias que
marcan las más comunes tendencias populares.
Nos aferramos a la retención
de viejas usanzas y tradiciones, deseamos su perennidad, las idealizamos
olvidándonos de circunstancias adversas que son vistas en la madurez como
situaciones anecdóticas y graciosas, juzgamos con altivez las idolatrías
actuales y muchas veces observamos críticamente las modernas concepciones
culturales. No contamos con reparo para expresar estridentemente que aquellas
costumbres masivas que hoy son caracterizadas como retrógradas eran inocuas
para la sensibilidad de determinados sectores que hoy manifiestan verse
afectados.
La adquisición de ropa de
moda y la posesión de objetos acordes a los nuevos tiempos queda relegada al
cascarón rígido de una mentalidad que intenta conservar idiosincrasias
reemplazadas gracias a la toma de conciencia colectiva vinculada a la conquista
de nuevos derechos y reivindicaciones.
El albor primaveral es
siempre un punto propicio para la exhibición de sentimientos que desconocen de
cohibiciones, es el instante preciso que vivencia acontecimientos festivos que
se traducen en reuniones de jolgorio idealizado. Existe la sensación que para
que se viva plenamente se debe recurrir a instancias consideradas
imprescindibles para mantener vivo el espíritu esplendoroso de antaño.
La irrupción de minoritarios
pero resistentes grupos de acción ciudadana ha logrado poner en tela de
discusión a eventos culturales cargados de pomposidad y que eran cubiertos por
un creído velo inmaculado. La movilización de conciencia propició la expresión
de voces críticas respecto concursos discriminatorios y homofóbicos.
Aún hoy persisten resabios
que buscan sostener la tristemente célebre elección de reinas y princesas de
determinadas festividades; una especie de exhibición donde las postulantes
desfilan realizando trayectos similares a los de los animales en una exposición
rural y en las que son juzgadas por sus apariencias físicas, sus vestuarios o
sus sonrisas que, cuando más huecas son, más agradables resultan para quienes osan
denominarse jueces. En estas competencias se realizan compulsas que tienden a
premiar a las más agraciadas con títulos monárquicos que afortunadamente se
encuentran desterrados en estas latitudes.
La violencia de estos
considerados inofensivos certámenes se profundiza en aquellos organizados por
instituciones educativas, las que permiten y propician que, alumnos del último
año de la educación secundaria, recorran en malón los cursos inferiores y
señalen con el índice a las consideradas por ellos candidatas, ante la atenta y
azorada mirada de las que quedan marginadas de estas selectas listas.
También sigue en la agenda
pública la tradicional elección del “mariposón”, un concurso donde se premia la
ridiculización extrema de la homosexualidad adolescente, sin importar el daño
de susceptibilidades frágiles y la reafirmación del ideario que estimula la
burla y el desprecio por todo aquello relacionado a identidades sensitivas
distintas a lo creídamente estandarizado.
Quienes luchan por la
permanencia de tales atrocidades se sostienen en el argumento de que es algo
que se hizo siempre y que no conocen a nadie que se haya matado por cosas como
estas, como si las sociedades, a través de sus nuevas generaciones, no
avanzaran incrementando su tolerancia.
Atrás en el tiempo quedó la
cultura popular construida por películas y espectáculos observados en la
actualidad como horrendamente anacrónicos, films financiados por las minorías
poderosas para atacar a las más vulnerables y así, hacer reír a las embrutecidas
mayorías oprimidas por las censuras de regímenes autoritarios. Producciones que
carecían de recatos estéticos a la hora de burdos títulos de doble sentido como
“Atracción peculiar”, “Expertos en pinchazos”, “Te rompo el rating”, “Mirame la
palomita” y demás chabacanerías que posicionaban a los hombres detrás del modelo
del porteño vivo y sapiente; que cosificaban a las mujeres ubicándolas en dos
categorías: boludas o putas; y que a los homosexuales los trataban directamente
de anormales.
Quienes hoy somos adultos
disponemos de la indelegable responsabilidad de ser hacedores de un contexto en
el que prime el respeto por la diversidad y la tolerancia hacia aquello
diferente. La forma más efectiva para un real acercamiento con los más jóvenes
no se rige por la imitación de prendas o expresiones, sino por el ejemplo
actitudinal y concreto de conductas que graviten en un futuro mejor y más
armonioso.
RICARDO
BORTOLOZZI