Las presencias ardorosas
dejan su huella eterna cada vez que las rememoramos.
Las viejas vivencias
constituyen reminiscencias atesoradas popularmente, esas que siempre traemos a
la memoria para exaltar lo que alguna vez fuimos, por más que estas etapas
históricas estén plagadas también de contradicciones y miserias insalvables.
Las reuniones de amigos de
la infancia y de compañeros de secundaria rondan siempre en torno a antiguas
anécdotas que, con el transcurrir de los años, suenan muy graciosas, aunque
tales hechos hayan sido traumáticos en el momento en que acontecieron para
algunas de las partes involucradas.
El paso del tiempo cura casi
todas las heridas, pero también nos vuelve más conservadores, al punto de ser
un letal disparador de reivindicaciones absurdas y extemporáneas. Caemos en el
trillado concepto de vida que nos convence que todo tiempo pasado fue mejor y
que lo que vendrá cada día será más decadente y peligroso.
Los años no vienen solos,
los recuerdos significativos se acumulan atiborrados de tal forma en que en
ciertas ocasiones dificultan el tránsito de otros más cercanos. Idealizamos y
otorgamos exagerado valor a costumbres y preceptos culturales reemplazados por
el avance social y la conquista de nuevas reivindicaciones. Esta es una virtud
casi natural de la condición humana, es casi inevitable, lo realmente triste es
cuando se retrotraen derechos obtenidos a través de extensas y sacrificadas
luchas colectivas, cuando la ceguera del resentimiento propicia el olvido de
nefastos momentos sorteados gracias a la concientización y a la acción
coordinada.
Tales procesos de pérdidas
de legitimidades tradicionalmente fueron propiciadas en etapas dictatoriales,
momentos en que el terror emanado desde el poder estatal paralizaron a las
grandes mayorías, esas mismas que hoy se encuentran aletargadas por el
bombardeo mediático que las persuade de que las injusticias sociales son
necesarias para la construcción de un futuro promisorio.
Las flamantes ausencias
producen vacío en quienes las padecen, causan aflicciones profundas y dolorosas
que llegan al extremo de la desesperación y la consiguiente desesperanza. El
destierro de nuestros afectos y añoranzas nos llenan de dudas e interrogantes
que son precisos exponer para sentirnos humanos y activos.
¿Dónde quedó la
concientización mayoritaria de que es imposible construir una nación sobre los
cimientos de inequidades que provocan grietas divisorias padecidas siempre por
las distintas escalas de los sectores más postergados?
¿En qué sendero se perdió la
convicción de manifestación mancomunada que hermanó a ciudadanos de disímiles
estratos y proveniencias sociales en los momentos más críticos de nuestra
historia reciente?
¿Dónde está Rosalía Jara?
¿En qué sitio del universo estará clamando clemencia ante la horrenda e
insensible bestialidad criminal que es amparada y protegida por la desidia, la
inoperancia y la raíz machista y misógina de una corporación judicial que
premia a los femicidas y violentos otorgándoles beneficios extraordinarios para
otros ciudadanos?
¿Dónde está Santiago
Maldonado? ¿Qué hicieron de su destino los envilecidos representantes de uno de
los brazos armados del Estado? ¿Perdieron abruptamente sensibilidad aquellos
quienes dicen priorizar valores que tienen que ver con el republicanismo y la
institucionalidad ante un flagrante y evidente caso de una desaparición
forzada, ayudada por el encubrimiento y la tergiversación dolosa de pistas que
lo único que hacen es entorpecer una necesariamente efectiva investigación?
¿Cayó en el confinamiento la
consigna que nos embanderó al unísono luego de la recuperación democrática y
que expuso sonoramente la necesidad inalienable de un nunca más?
¿Dónde quedó el impostado
anhelo de educación de calidad de aquellos que se horrorizan ante la presencia
de docentes que intentan sembrar en las generaciones futuras el germen de la
intolerancia ante los delitos de lesa humanidad? ¿Tanto les preocupa que se
invite a los futuros ciudadanos a un debate civilizado que colabore en la
apertura de un camino que nos lleve a no volver a los lugares que desencadenaron
la mayor tragedia de este país? ¿O es acaso que pretenden que la escuela sea un
mero reducto de formación de personas cuyos únicos valores productivos sean el
de la codicia, la avaricia, el individualismo, la ambición desmedida y la
certeza de que la mejor escalera al éxito está formada por las cabezas de los
“competidores”?
¿Podremos salir del pozo
profundo y lodoso que otorga una visión sesgada de una realidad artificial
construida por los eternos ganadores, quienes recurren a una nueva tendencia de
engaño masivo denominado “posverdad”?
Son vastos los
interrogantes, y por ahora pocas las respuestas, el único recurso que nos queda
es el de nunca dejar de lado ni olvidar nuestros orígenes, nuestro pasado es
también nuestro presente y futuro, sin él no podremos edificar nada ni
conseguir una mejora en nuestra esencia vital, esa misma que para que sea
realmente sólida y perdurable no debe estar en detrimento de conciudadanos ni
al servicio del perjuicio mayoritario.
RICARDO
BORTOLOZZI