Ángeles.
Una vez me contaron, que un
ángel arribó al pueblo, herido, sediento, con hambre y diezmado de dolor...
Los primeros hombres que le
vieron, pensaban que era una suerte de loco perdido que les ofrecía su mirada,
y confundieron en esas pupilas amor por locura.
Entonces con desdén lo
ignoraron.
Luego le vieron un par de
pequeñuelos traviesos, y comenzaron con inquietud a examinarle, pronto después
le estaban practicando todo tipo de jugarretas... le quemaban las alas con
lupas al sol, tomaban sus gomeras y con piedras devenidas ahora en proyectiles
que encontraban en las veredas, apuntaban a él mientras se divertían.
Más tarde pasó un grupo de
ancianos, que entendió que era un delincuente que disfrazaba tretas y quería
robarles el pan.
Entonces le reprendieron y
le recordaron lo malo que era.
No faltaron los jóvenes que
no tuvieron mejor idea que correrlo a puntapiés cuando el celestial se les
acercó a acariciarlos.
Por allí pasaba el
Intendente, que al verlo dijo que nada podía hacer por ese desparpajo, y pidió
que se encarguen las autoridades.
Entonces la autoridad pronto
llegó, refunfuñando entre dientes, porque ese ser interrumpía el paso, causaba
disturbios en la vía pública, _ “¿¡Cómo podía ser que moleste a los demás!?
¡Que la gente tiene cosas que hacer! ¡Vamos, córrete de acá! ¡No podemos
llevarte, así que desaparece!”
El ser de luz, atónito,
presenciaba como ya le habían acusado, denigrado, golpeado, lastimado, quemado
con lupas, y ahora finalmente le echaban.
Recibió todo tipo de
improperios por estar acostado en la vereda mirando con amor a todos,
intentando acercarse y acariciar a niños, adultos, adolescentes y ancianos.
Comprendió allí que todo
estaba mal, todo resultó corrompido. Comprendió cuanto le ganó la desconfianza
al amor, cuanto más vale el tiempo que detenerse a dar una caricia, y que al
ofrecer las suyas en el mismo lugar durante unos momentos, habíase constituido
en un estorbo, un peligro para quienes estaban tan apurados y no tenían tiempo
para esas “idioteces”.
Notó que no hablaba su misma
lengua, porque sediento y con hambre, los humanos no comprendían el sufrimiento
en sus ojos, parecían no entenderlo, a él, que no odiaba sus mismos odios, que
tenía tiempo para ellos que no disponían segundos para él, que no sean para lastimarlo
o insultarlo.
Ultimado, herido, y con
sufrimiento en los ojos, reunió las últimas fuerzas que le restaban, y busco un
lugar donde no molestar a los impacientes humanos, allí, con el alma
destrozada, con las alas marchitas, podría morir en soledad. A fin de cuentas,
¿Quién necesitaba seres que repartan amor sin pedir nada a cambio? ¿Quién tenía
tiempo para aquello? ... ¡Qué ridiculez!
Cualquiera pensará que a
estas historias yo las invento, empapado en ficción e imaginación delirante,
dirán que esto no pudo pasar, ni en mi amado Villa Ocampo, ni en Tierra Santa.
Pero yo les quiero contar,
no sé si para sorpresa de todos, que vi muchos perros, eran ángeles meneando la
cola, tirados en la vereda.
Y nos miraban con amor.
Ignacio Núñez Avendaño