FELICITAS GUERRERO: UNA VIDA ATRAVESADA POR LA TRAGEDIA.
En ocasión alguna dejaba de llamar la atención la entrada a
fiestas o salones, de Don Martín Gregorio. Tal vez su apostura, para nada
mellada por los años. Tal vez su fortuna, para nada pequeña. Tal vez su prosapia,
pues era nieto de don Martín de Álzaga, el último alcalde realista de Buenos
Aires, héroe indiscutido en las invasiones inglesas y que, luego, en 1809, el 1
de enero, conduce un levantamiento contra el Virrey Liniers. Realizó un segundo
intento, que también fracasó. Detenido, es confinado a Carmen de Patagones. Y,
finalmente, el 6 de julio de 1812, tras la persecución de Moreno, por orden de
Rivadavia es fusilado, acusado de conspiración, aunque no existían pruebas de
la misma. Las tragedias también dan brillo.
Pero, Tal vez, todo unido, apostura, linaje, fortuna y la soltería
a los 50 años, hacía que las miradas de casaderas y de sus padres, hacía,
repito, resaltar mucho más el poder de atracción de don Martín Gregorio de
Álzaga y Pérez Llorente.
Uno de los tantos padres
de hija casadera, también de linaje, era don Carlos José Guerrero y Reissig,
que podía remontar sus orígenes al linaje de los Reissig de Hamburgo, del
Imperio Germánico. Su hija Felicia Antonia Guadalupe Guerrero y Cueto, nacida
el 26-02-1846, hija primogénita de su matrimonio con Felicia Cueto y Montes de
Oca, nacida, repito, en Buenos Aires, que en ese entonces formaba parte de la
Confederación Argentina, gobernada por don Juan Manuel de Rosas.
En esos años Buenos Aires nada tenía que
otras capitales del mundo pudieran envidiarle. Sus calles eran de tierra,
sumamente desparejas y, contra el criterio y consejos de afamados médicos, los
incontables pozos se rellenaban con los desperdicios y basuras domiciliarias.
Es de imaginar, aparte del aspecto desagradable y deprimente, la pestilencia en
toda época del año y los focos infecciosos que se originarían por ello.
No es de extrañar, entonces, que se
desencadenaran repetidas epidemias de la terrible fiebre amarilla, ya que, en
los charcos de las calles se reproducían los mosquitos Aedes Aegypti, trasmisor
del virus.
Todos recordaban las de 1852 y 1858, con
gran cantidad de muertes y éxodo de los adinerados hacia sus quintas alejadas
de la ciudad, en un intento por escapar a la peste.
Y es en 1863, cuando arranca lo central de nuestra historia, la hermosa joven que nos ocupa, contaba apenas con 17 años y tenía once hermanos menores.
Y don Carlos Guerrero y doña Felicia Cueto, aparte de fortuna y
linaje llevaban una ventaja entre los competidores: eran amigos de don Martín
Gregorio.
Mientras todo esto se cocinaba a sus espaldas, en épocas donde
poco interesaba el amor frente a la conveniencia de enlaces de fortunas y
linajes, Felicitas, como todos la llamaban con cariño, mantenía, sino un
romance sí un flirteo, al menos por parte de ella, ya que, don Enrique Ocampo
Regueira, el festejante, nacido el 15 de agosto de 1839, estaba perdidamente
enamorado de ella, y presentaba una edad más acorde con la pretendida, con sus
24 años. Pasado el tiempo, don Enrique sería el tío abuelo de Victoria Ocampo.
Pero…un día don Antonio y doña Felicia se reunieron en el salón de
la casa y comunicaron a Felicitas la resolución a que habían arribado. La niña
debía contraer matrimonio con don Martín Gregorio.
Ni el parecer, ni los argumentos de su falta de amor, ni el llanto
de Felicitas surtieron efecto alguno en sus padres. Todo estaba convenido y
arreglado. Sólo faltaba fijar la fecha del enlace.
Nada quedaba que Felicitas pudiera hacer, más que aceptar lo
dispuesto por sus padres. El amor vendrá después, con el tiempo, le dijeron. Nuestro
deber es velar por el futuro de los hijos, y, el tuyo, con Martín Gregorio está
asegurado.
Recluida en sus habitaciones, fue acomodando sus sentimientos a lo
inevitable.
Y lo inevitable llega. Fue así que un día sus padres comunicaron a
la joven Felicitas que su casamiento se realizaría el 02-06-1864. Y, a gusto, o
a disgusto, ella no tuvo más opción que aceptar, en cumplimiento de la voluntad
paterna y la conveniencia social y económica propia y de la familia.
De modo que se iniciaron los preparativos de la boda y se cursaron
las invitaciones de rigor:
Don Carlos José Guerrero y Reissig y doña Felicia Cueto y Montes
de Oca participan el enlace de su hila Felicia Antonia Guadalupe Guerrero y
Cueto con el señor don Martín Gregorio de Álzaga y Pérez Llorente, a celebrarse
el día 2 de junio 1864…
Considerando las fortunas y estirpes de ambas familias, es de
suponer que los festejos debieron ser fastuosos y contado con los más selecto
de la sociedad de la época.
Pero un día, ya casados, Felicitas aprendió algo…Que, si un viento
sopla, puede dar vuelta las hojas de un libro abierto. Según hacia dónde las
vuelva, la tenemos en blanco si es hacia adelante. Pero si las vuelve atrás,
podemos leer qué ha pasado antes.
Que hay lenguas que no pueden callar y sienten placer en herir.
Que la sociedad tiene reglas estrictas para las mujeres y no así
para los hombres. Que éstos, pueden mantener una familia en paralelo y…ser
solteros. Y no ser mal vistos por ello.
Alguien le aportó los datos necesarios y Felicitas supo que su
esposo tenía una familia, lejos, en una de sus estancias, desde hacía unos 20
años y…era padre de 4 hijos.
Por supuesto, hubo tormenta, pero el hombre expuso e hizo valer
sus argumentos para un hecho que la sociedad no condenaba. Y la vida conyugal
prosiguió, aunque severamente dañada para Felicitas.
Y el 24 de julio de 1866, el hogar Álzaga Guerrero se llenó de
alegría. Felicitas por convertirse en madre y don Martín Gregorio no sólo por
su paternidad, sino porque su primogénito (el legal, por supuesto) era un
varón. Él sería el que perpetuaría su apellido. Le fue impuesto el nombre de
Félix Francisco Solano de Álzaga Guerrero. La vida de Felicitas había cobrado
un nuevo sentido. Ahora era madre y amaba.
A mediados del año 1869 se encuentra nuevamente embarazada. Otra
vez se siente plena y llena de alegría. Pero…a la vuelta de la esquina, la vida
le había puesto un camino de espinas.
Sin que nadie lo imaginara, había aparecido nuevamente la maldita
fiebre amarilla. Su pequeño Félix Francisco, apenas cumplidos los tres años,
fue una de las primeras víctimas, falleciendo el 3 de octubre de 1869. Es de
imaginar el dolor de ambos ante semejante golpe.
Pero el calvario de
Felicitas apenas había comenzado.
El 1 de marzo de 1870, también víctima de la fiebre amarilla, fallece su esposo. Y se encuentra sola, con un hijo a llegar.
Y, para completar la tragedia, el 2 de marzo de 1870, su nuevo
hijo Martín de Álzaga Guerrero, fallece al nacer, también a causa de la peste
amarilla. ¿Sería un brote presto a propagarse?
Que su esposo, don Martín Gregorio de Álzaga de Pérez Llorente la
designara en su testamento como única heredera de todos sus bienes, menos
$1.000.000.- destinados a sus cuatro hijos extramatrimoniales, no era consuelo
alguno. Felicitas, joven, hermosa e inmensamente rica, estaba sola en la vida.
Era voz general que la peste llegaba por barco desde Brasil, donde la enfermedad se había constituido en forma endémica. Es más, se había comentado que, en 1870, a principios de año un brote recrudeció en Río de Janeiro. En febrero y marzo se pudo impedir el desembarco de pasajeros de dos buques provenientes del Brasil.
Pero, don Domingo Faustino Sarmiento, presidente en ejercicio, no
quiso prolongar la cuarentena y vetó el proyecto de extensión de la ya
establecida y ordenó se dejase desembarcar a pasajeros de dos buques procedente
de Río de Janeiro y ordenó la prisión del médico del puerto que quiso impedir
el desembarco.
La verdadera catástrofe se inició en 1871, y no se originó desde
Brasil, sino desde Paraguay. El ejército argentino, que regresaba de la Guerra
de la Triple Alianza, ingresó al país vía Corrientes y luego de su paso,
aparecieron los primeros brotes de la peste en esa provincia. Y, por supuesto,
al llegar ellos a Buenos Aires, se produjo una ola de contagios.
Algunos cálculos dicen que un ocho por ciento de la población de
Buenos Aires murió por la epidemia, y que, entre los fallecidos y los que se
alejaron hacia sus quintas, en rápida huida, la población de la ciudad porteña
se redujo a menos de la tercera parte. Y bien que hicieron quienes tenían el
privilegio de alejarse, ya que hubo días de hasta 500 muertos.
Se da como cierto que la gran epidemia se inicia el 27 de enero de
1871, con tres casos en los conventillos de San Telmo, en los que interviene el
Dr. Juan Antonio Argerich, quien no pudo evitar sus muertes. Pone en autos al
Comité de Higiene Urbana de San Telmo, a los que les aclara que, aunque los
certificados de defunción mencionen como causal de muerte gastroenteritis e
inflamación pulmonar, la verdadera razón de las mismas son la temida peste
amarilla.
Además del Dr., Argerich, varios otros médicos advirtieron a la Comisión
la existencia del brote epidémico y de la necesidad de tomar las medidas
pertinentes. Hicieron caso omiso, a fin de no alarmar a la gente.
A pesar de las muertes diarias, sobretodo en el mencionado barrio,
la Municipalidad proseguía con los preparativos de los festejos del carnaval,
que constituía un acontecimiento de gran importancia para la ciudad. A pesar
del incremento de muertes se continuó bailando y viendo los desfiles de
carrozas y, recién el 2 de marzo, finalizando ya el carnaval, se resuelve la
suspensión de los festejos. Febrero había cerrado con trescientos muertos
registrados. El flagelo había dejado los barrios pobres del sur y tocaba ya los
barrios aristocráticos. Y, con esto, se inicia el éxodo de los porteños con
casas lejos de la ciudad.
“Los cuatro hospitales existentes, El Hospital General de Hombres, el Hospital
General de Mujeres,
el Hospital Italiano y
la Casa
de Niños Expósitos no
dieron abasto con la cantidad de pacientes. Fueron creados, entonces, otros
centros de emergencia, como el Lazareto de San Roque -actual Hospital
Ramos Mejía- y se
alquilaron otros privados”.
Por el éxodo y crecimiento de la demanda, en los
alrededores de la ciudad, los alquileres sufrieron un gran aumento.
A mediados de marzo, el presidente Sarmiento y su
vice, Adolfo Alsina, más setenta de sus colaboradores, subieron a un tren
especial abandonando la ciudad, acción imitada por la Corte Suprema en pleno,
cinco ministros del Poder Ejecutivo y la casi totalidad de diputados y senadores.
Hechos que fueron duramente criticados, ya que, al mismo tiempo, varios médicos
morían luchando contra la epidemia.
Se ha estimado en 14.000 las muertes al finalizar el
flagelo.
La
plaga de 1871 hizo tomar conciencia a las autoridades de la urgente necesidad
de mejorar las condiciones de higiene de la ciudad, de establecer una red de
distribución de agua potable y de construir cloacas y desagües.
“Tomás Liberato Perón, abuelo del quien
fue tres veces presidente constitucional de la Argentina, Juan Domingo Perón, y
que fue el primer docente que tuvo a su cargo la cátedra de Medicina Legal en
la Facultad de Derecho y miembro titular de la Academia Nacional de Ciencias
Exactas, Físicas y Naturales, formó parte de los equipos médicos que combatieron
la enfermedad. Dado que en ese momento parte del agua para el consumo de la
población se extraía del Riachuelo, Integró un equipo dedicado a prohibir que
los saladeros ubicados sobre sus riberas arrojaran sus efluentes en el curso de
agua”.
Y así llegamos a finales de 1871, con la
epidemia también agonizando. Y, en General Madariaga, en la estancia La Laguna
de Juancho nos encontramos con Felicitas y un grupo de allegados, en un lugar
de ensueño, con salida al mar. Allí, alejada del mundo, en total retiro, estaba
cumpliendo su periodo de luto, en una época en que, luego de un largo tiempo se
pasaba al “medio luto”.
Nadie supo nunca decir por qué, pero un
día ordena preparar su carruaje y, acompañada de un matrimonio amigo, emprende
el viaje hacia Castelli, a su estancia preferida, La Postrera y que su esposo
Martín Gregorio comprara, hacía tiempo, a la viuda de Ambrosio Cramer
(1792+1839), un militar francés que, tras participar de las guerras
napoleónicas, apoyando a José Bonaparte en la invasión de España, se trasladó a
las Provincias Unidas del Rio de la Plata, donde participó con los patriotas
contra los realistas y en las campañas previas a la conquista del desierto
contra los indios y a favor de los unitarios en las guerras civiles argentinas,
y que falleciera en la batalla de Chascomús, en la revolución de los Libres del
Sur (1839).
Cuando emprendieron el camino, lejos, mar
adentro, el cielo se veía oscuro, y no era porque fuese tarde y anocheciera.
Nadie observó el detalle, pero una tormenta se avecinaba.
La falta de viento hacía que las hojas de
los árboles permanecieran estáticas, sin movimiento, como partes de una
estatua, carentes de vida. El cuerpo daba la sensación de llevar sobre sí un
peso insoportable y daba la impresión de cansancio y dolores generalizados.
Parecía faltar el aire al respirar.
El día, opaco ya, sin pausa casi, se
oscureció. Pequeñas, pero violentas, llegaron breves ráfagas de viento, que
levantaban el pasto seco, desprendido de las plantas, y tierra y arena del
reseco suelo, que castigaban el rostro y los ojos.
Dentro del coche, los pasajeros no sufrían
estas molestias. Pero sí el cochero, que debía cerrar sus ojos. Tras la
tormenta de viento y deshechos, la fuerte lluvia no fue de mucho alivio. El
cochero debió seguir cerrando sus ojos, lo que determinó que, en cierto momento
se saliera de las huellas, que eran el único camino en esos tiempos, y,
desorientado, se dirigiera a su señora Felicitas:
-Señora, debo confesarle que el tiempo me
ha sacado del camino y no veo modo de hallarlo.
- ¿Cómo puede ser? En algún lado debe
hallarse el camino.
-Sí, señora. Pero, es el caso que, al
cerrar mis ojos por la tormenta, ignoro en qué momento abandoné las huellas. Y
no sé si las dejé por derecha o por izquierda. Es más, señora, con semejante
tiempo, me es imposible saber dónde queda el norte o el sur. Ni si el este o el
oeste los tengo a los costados, o delante o detrás.
-Bueno, si así son las cosas, busquemos un
árbol para guarecernos y esperemos la bonanza.
-Con el perdón de la señora, nunca bajo un
árbol. Estos atraen los rayos.
-Siendo así las cosas, no queda más que
seguir andando, aunque sea al paso. En algún momento hallaremos una casa o un
rancho y nos dirán dónde nos encontramos.
-Bien, señora, así lo haré.
Trepó al pescante y, haciendo sonar el
látigo sin castigar a los caballos, emprendió su lenta marcha, rumbo a lo
desconocido.
Imposible
determinar el tiempo de marcha. En realidad, ya ni sabían si era tarde o noche,
sumidos en esa oscuridad. De pronto, de entre las sombras, una sombra más
oscura pareció deprenderse de la oscuridad y avanzó hacia ellos. Buen trabajo
tuvo el cochero para sofrenar sus caballos, ante lo imprevisto de la aparición.
- ¡Deténgase, cochero! ¿Necesitan ayuda,
tal vez?
-Usted lo ha dicho, señor. He perdido el
rumbo y mi señora y sus amigos tratan de hallar auxilio de alguna buena gente.
-Ya lo han hallado, si me permite usted hablar
con la señora…
-Señora Felicitas, viuda de don Martín
Gregorio de Álzaga, completó el cochero, conteniendo a sus caballos y avisando
a la señora que habían dado con el ansiado auxilio.
Al asomarse Felicitas, a pesar de la
lluvia, lo primero que inquirió, luego de los saludos, fue:
-Señor ¿puede usted decirme dónde me
hallo?
-Me llamo Samuel Sáenz Valiente Higuimbothon,
para servirle. Y está usted en mi estancia, de General Madariaga, que desde
ahora es también la suya, señora Felicitas. Y la invito a seguirme, para llegar
al seguro refugio de la casa.
La voz del inesperado auxilio, a pesar de
lo fuerte que hablaba para sobreponerse a la furia de la tormenta, resultaba
cálida y amigable. Cuando giró su montura, a indicación de Felicitas, el cochero
siguió dócilmente al solitario caballero.
Llegados al casco de la estancia, la
señora y el matrimonio de amigos se refugiaron en la casa, agasajados por el
dueño, mientras el cochero se ocupaba del carruaje y los caballos y luego era
atendido por el personal de la estancia.
Ya instalados se realizaron las
presentaciones en toda regla y se inició una velada que, para Felicitas sería
inolvidable y cambiaría el curso de su vida. Tanto la llenó de halagos el
desconocido caballero, que la joven viuda se sintió como en las nubes,
desprendida del suelo y la realidad. “Estoy enamorada”, se confesó la dama,
pasando de un sonrojo al otro, casi sin transición.
Pronto trascendió la novedad en la
sociedad porteña, que hizo se convirtiera en la comidilla obligada en todo
encuentro o reunión. La señora no respetaba el periodo obligatorio de luto que
la sociedad imponía. Pero, claro, las críticas, como no podían ser de otra
manera, se hacían a espaldas, pero de frente a la interesada se procedía en la
forma amable de siempre.
El romance siguió su curso acelerado. Y a
Felicitas le faltó tiempo para encargar a Francia un vestido para lucirlo
frente al nuevo festejante, acelerando también las habladurías.
Quien menos lo podía creer, y achacaba
todo a mero chismerío, era su antiguo enamorado, don Enrique Ocampo Regueira.
Varias veces intentó tener un encuentro a solas con Felicitas. Sin resultado
favorable, sólo pudo tener encuentros en reuniones, pero no en privado. Ella
mantenía una amigable distancia en la relación.
Cada rechazo de Felicitas aumentaba su
furia y su despecho. Incluso se acercaba, sin saberlo, al límite en que el amor
se transforma en odio. Su única meta era lograr el amor de Felicitas de
cualquier manera.
Los días de Felicitas eran demasiado breves
para todo lo que deseaba realizar. Aparte de encargar el vestido a Francia,
para impresionar a su festejante, si eso era posible, tenía las compras locales
para su vestuario, y…fijar fecha para su compromiso.
Pero, lo que más tiempo le llevaba era preparar
la gran fiesta de inauguración de un puente de hierro sobre el Salado, para el
ferrocarril del Sud, cerca de su estancia preferida, La Postrera. Era un gran
acontecimiento, pues permitiría transitar libremente, aún en temporada de lluvias,
en las crecidas del río. Y era tan importante el suceso que acudiría el mismo
gobernador de la provincia, Emilio Castro. Y, para más, era en su propio campo.
Los novios acordaron celebrar su
compromiso el 29 de enero de 1872 y se notificó a los invitados que la fiesta
sería en la quinta de Guerrero, en la calle Larga, actual Avda. Montes de Oca,
altura Plaza Colombia, y, que, en ese tiempo, era de tierra, como todas las
calles de Buenos Aires.
Era el día del anuncio del casamiento. Los
invitados llegarían seguramente antes de la hora indicada, pero se hacía
imprescindible ir de compras. Y en el centro se demoró más de lo pensado. Y al
regresar, como esperaba, ya estaban muchos de los invitados. Mientras
intercambiaban saludos y comentarios, le acercaron una esquela. Le comunicaban
que antiguo y primer amor la esperaba con la intención de hablar con ella en
privado. Le preocupó la última frase: “presenta fuerte olor alcohólico”. Pensó en no recibirlo.
El brusco cambio en el semblante de Felicitas
llamó la atención de los presentes. Algo se tranquilizaron con su explicación.
No así una de sus amigas, un hermano y un primo, que se ofrecieron para
acompañarla, cuando ella finalmente accedió a concederle la entrevista. Se negó
enérgicamente a que alguno de ellos lo hiciera y les avisó que, luego de la
entrevista, se llegaría a sus habitaciones para cambiarse y regresar a la
fiesta. Se despidió por un instante de los invitados y de su prometido.
Mientras todos permanecían en el salón,
Felicitas marchó al recibidor, para conversar con Enrique. Y su hermano y el
primo se ubicaron cerca de una ventana, alertas, por si era necesario
intervenir en su ayuda.
Desde su lugar escucharon los saludos,
como susurrados, y una discusión que iba subiendo de tono, De mucho desagrado
en ella y de mucho enojo de parte del galán, a medida que aumentaba su despecho
por los no, que reiteraba la dama. De pronto, se escuchó la voz seca de don
Enrique:
- ¿Te casarás con Samuel o conmigo?
-Con Samuel, fue la voz firme de Felicitas.
-Será conmigo o con nadie…
Se escucharon pasos apresurados, como de
una carrera. Un estampido retumbó por toda la casa, provocando un silencio
total. Y, luego de un instante, un segundo disparo.
Cuando el hermano y el primo ingresaron a
la sala, Felicitas yacía en el piso, con un balazo en la espalda, a la altura
del omóplato, y que aun respiraba, Más allá, don Enrique, tendido sobre la
alfombra, ya muerto, y con un revolver en su proximidad.
Según el médico que atendió a Felicitas,
la bala había interesado el pulmón y la columna, provocando severo daño en la
médula espinal.
Y
en la madrugada del día 30 de enero de 1872, sin haber podido formalizar su
compromiso, moría Felicitas Guerrero.
Su velatorio se realizó en la casa
familiar, en México 524, en el barrio de San Telmo y fue sepultada en el
Cementerio de La Recoleta.
Y relatan las crónicas de la época que,
cuando entraba el cortejo fúnebre de Felicitas, en la puerta de entrada se
cruzaron con el de su asesino.
VERSIONES
En la audiencia, las declaraciones del hermano y del primo diferían en
el relato de lo ocurrido.
Ambos sí, declaraban que Ocampo se
suicidó.
Pero se comenta que el cuerpo del asesino
presentaba más de un impacto de bala, cosa difícil de admitir en un suicidio.
Se murmura que uno, o ambos hombres, lo
mataron.
Sin embargo, el Juez declaró muerte por
suicidio y archivó el caso, dándolo por cerrado.
Tras su entierro, los padres, envueltos en
el dolor que es de suponer, decidieron que la fortuna de Felicitas se utilizara
en la construcción de un templo católico en su memoria, a erigirse en el lugar
de su muerte. Tanto que la sala en que murió es la Sacristía de la Capilla
edificada en cumplimiento de su decisión. La Capilla está ubicada en la actual
Isabel La Católica 520, sobre la mencionada Plaza Colombia. La obra es del Arquitecto
Ernesto Bunge.
Fue abierto al cumplirse 4 años de su
muerte, el 30 de enero de 1876, bajo la advocación de Santa Felicitas, una
mártir del siglo II. Y una curiosidad, es el único templo sin puerta a la calle.
LEYENDA Y MITO…O MITO
Y LEYENDA
Las tragedias de la alta sociedad siempre
generan leyendas, como si fuesen lo más trágico de la vida. Cosa que no sucede
con las tragedias de las mujeres pobres, tanto o más maltratadas en sus
miserables vidas, muchas veces por la misma alta sociedad que se atribuye
depositaria del dolor y la desgracia.
Dice la leyenda que Felicitas vaga, apenas
cubierta por los restos de una túnica o vestido blanco, que vestía el día que
anunciaría su compromiso, y que se desliza por el interior de la Capilla.
Agregan algunos que se escucha su llanto y
rechinar de cadenas, por no poder descansar en paz y, que estas cosas, sólo se
repiten cada 30 de enero, año tras año, a partir de 1930…
Y otros agregan que nadie quiere casarse
allí, Y, para más, que alguna pareja de enamorados se suicidaron arrojándose
desde su torre. Cosa, por otro lado, no confirmada.
Otros, que muchas parejas de enamorados
cuelgan, en las rejas de la Capilla, sus cintas y que, al día siguiente pasan a
recogerlas, para ver si Felicitas las mojó con sus lágrimas.
LA REALIDAD
Al
no ser Iglesia Parroquial, sino Capilla privada, no cuenta con libros de
registro de Bautismos y Casamientos, por lo cual no tiene la autorización
eclesiástica para administrar Sacramentos.
Los muertos siempre descansan en paz,
independientemente de las tragedias que hayan dado fin a sus vidas. De no ser
así, estaríamos rodeados y aplastados de fantasmas.
ALGUNOS DATOS MÁS
En los jardines cercanos a la Capilla hay
una reproducción de la Gruta de Lourdes, obra del Arq. Kreutzer.
En 1873 Samuel Sáenz Valiente, nacido el
10 de diciembre de 1846, era nieto de Samuel Anselmo Sáenz Valiente, casado con
Juana Pueyrredón, hermana del Director Juan Martín de Pueyrredón, contrae
matrimonio con una de las hijas del Gral. Justo José de Urquiza, y se suicida
el 10 de diciembre de 1930, descansando sus restos en el Cementerio de Olivos.
Anexo a la Capilla hay un Colegio, un
Hogar de San Vicente de Paul y hubo un comedor obrero. Todo está unido por túneles
y corredores.
La Capilla es el único templo que no
pertenece a la Iglesia Católica sino al Gobierno de la Ciudad y es Monumento
Histórico y tiene visitas guiadas.
Aparte de carecer de nave central, no
tiene libros de registros, condición necesaria para oficiar casamientos. El
lugar de la nave central lo ocupan los bancos para oración.
Las versiones dicen que es el único templo
que tiene imágenes humanas. Cabe hacer una aclaración: todos los templos tienen
imágenes humanas, ya que los santos, antes de serlo, fueron seres humanos. Lo
que corresponde es decir que es la única Capilla que guarda imágenes de santos
no reconocidos, pues hay una estatua de Felicitas con su hijo Félix al lado.
Y
una curiosidad, La Postrera, cerca del Río Salado, y que fue su preferida, era
donde don Martín Gregorio mantuvo a su concubina y sus cuatro hijos, dos
varones y dos mujeres, por más de 20 años, así llamada porque, en esa época, estaba en los confines de la civilización
y era el último mojón frente a las tierras dominada por el indígena.
MANUEL CARLOS MUSSÍN - ABRIL 2021
Derechos Reservados - Los
párrafos encomillados son citas literales.
FUENTES
·
Sitios varios
Wikipedia
·
Diarios Infobae y
La Nación
·
El Arcón de Buenos
Aires