Un juicio que podría ser el
más largo de la historia institucional del Chaco llegó a su final este mes, y
puso fin a una demanda de filiación que sobrevivió a cuarenta años de idas y
vueltas. El fallo también sirvió para blanquear una historia de amor y
estruendosos silencios que comenzó un siglo atrás y tiene hoy a todos sus
protagonistas muertos.
EL JUICIO FILIATORIO COMENZÓ
EN EL AÑO 1976
Se trata de la acción
iniciada en 1976 por Andrés Oscar Bay en pos de conseguir que la justicia le
permitiera acceder a su verdadera identidad. Apenas unas semanas antes su
madre, Magdalena Pértile, le había confesado que en realidad él no era hijo de
quien hasta ahí creía su padre, sino del médico Raúl P. Perrando.
El chalet Perrando, uno de
los escenarios del amor prohibido entre su propietario y Magdalena Pértile. Hoy
es un bien expropiado por la provincia a un precio irrisorio. Claudio Escalada
y Carlos Grillo, abogados de los descendientes del hijo no reconocido de Raúl
Perrando.
VERDADES TARDÍAS
Fue un momento de verdades
tardías. Perrando ya había fallecido, y Bay siempre lo había creído su padrino.
El expediente judicial permite ver que, sin embargo, prácticamente todo el
entorno próximo del médico y de Pértile conocía cuál era la realidad escondida
detrás de los velos de la formalidad.
Lo que también queda claro
es que aquel amor prohibido, temeroso de la condena social en un siglo XX que
arrancaba sin grandes cambios en las rígidas normas morales de la centuria
anterior, no había sido una aventura fugaz. Magdalena y Raúl mantuvieron el
vínculo durante todo el recorrido de sus vidas, desde que se conocieran en el
consultorio de él.
Y hubo además de por medio
–por parte de personajes secundarios de toda esta historia- algo mucho menos
etéreo que los sentimientos: las numerosas propiedades y otros bienes que dejó
Perrando al fallecer.
MATRIMONIO Y FRUSTRACIÓN
Magdalena Pértile se había
casado en marzo de 1911 con Andrés J. Bay. Ella tenía 17 años y él la doblaba
en edad. Muy pronto se encontraron con un problema doloroso: Andrés era
estéril. Lo atribuían a dolencias contraídas durante el servicio militar.
Entre los médicos a los que
acudió el matrimonio estuvieron los hermanos Raúl y Julio C. Perrando (en
homenaje a este último el hospital central del Chaco lleva su nombre). Tanto
ellos como profesionales de Buenos Aires consultados por Bay dictaminaron que
la esterilidad que padecía el esposo de Magdalena no tenía cura.
DURO
GOLPE
Fue un golpe duro para ella,
que si había aceptado casarse era en gran medida por un intenso deseo de ser
madre. Intentó calmar la frustración haciendo todo lo posible para que en su
casa sus sobrinos pasaran el mayor tiempo posible.
No hay elementos que
permitan saber en qué momento surgió su relación con Perrando, pero es probable
que haya sucedido muy poco después del primer cruce de miradas entre ambos.
Perrando, como su hermano, era una figura importante de la vida social de la
ciudad que crecía alborotadamente. Magdalena no, pero tenía una belleza impactante.
AMOR A ESCONDIDAS
Raúl Perrando se convirtió
en el ginecólogo de Magdalena. Los testimonios reunidos en la causa, provistos
por personas contemporáneas de los primeros tiempos de aquel amor, dicen que
los chismosos de Resistencia sabían de lo extensas que eran las permanencias de
ella en el consultorio del médico, que la atendía en una edificación que estaba
junto a su chalet, una bella casona que todavía se luce en la esquina de
avenida Sarmiento y calle Ayacucho.
EN EL AÑO 1928 QUEDA
EMBARAZADA
En la segunda mitad de 1928,
ella quedó embarazada. Hizo lo posible por ocultar el estado de gravidez a su
esposo, pero cuando ya no fue posible hacerlo le dijo la verdad. Él aceptó la
situación. También quería ser padre. El 28 de abril de 1929 nació la criatura.
Era un varón. Lo anotaron como Andrés Oscar Bay.
UN PADRINO MUY ATENTO
Perrando se desvivía por
tener contacto con el niño. Se hizo llamar padrino para justificar las
permanentes atenciones que tenía para con él. A Magdalena le regaló un
automóvil para que no tuviera que andar tanto cada vez que iba al consultorio.
Los Bay vivían en la zona de lo que hoy es la avenida Alberdi al 1.400. En
aquel entonces parecía un paraje alejadísimo.
El amor clandestino seguía a
su ritmo. Perrando nunca se casó. Y desde donde estuviera (Europa o algún país
de América Latina) siempre se hacía tiempo para escribir una postal al “querido
ahijado” y conseguir un regalo que le entregaba al regresar a Resistencia. En
la casa los Bay, el secreto quedaba entre cuatro paredes. Sólo Magdalena,
Andrés y Dios sabían cómo lo sobrellevaban.
JUNTOS Y SOLOS
En 1947, a los 70 años,
murió Bay. Magdalena, sin embargo, no se plantea blanquear entonces su relación
con Perrando, mucho menos decirle a su hijo la verdad sobre su origen. Incluso le
hace juramentar al médico que jamás dirá que ese muchacho es de los dos.
EL RÍO DEL TIEMPO VA
CRUZANDO LA TIERRA
El río del tiempo va
cruzando la tierra. Andrés Oscar crece, se hace mayor, y en todos los momentos
importantes de su vida siempre hay alguien a su lado: el padrino Raúl. Para él
la realidad que sus padres callan es inimaginable. Ni siquiera es capaz de ver
–como sí todos los demás lo hacen- que es fisonómicamente idéntico a Perrando.
La forma de la cabeza, su rostro, sus orejas, su voz, la chuequera al caminar.
Magdalena y su amor de toda
la vida envejecen. Siempre con encuentros furtivos, siempre pensándose, siempre
diciéndose todo en silencio, siempre con una vida tapada por la vida oficial.
Perrando sigue sin poder
prescindir del contacto cotidiano con su hijo. Es él quien le consigue un
empleo en el Banco Italia, es él quien le obsequia el predio en el que vivirá
el muchacho al emanciparse, será él quien lo acompañe en el altar al momento de
casarse.
FINAL Y PRINCIPIO
En 1976, Perrando muere.
Magdalena debe de haberlo llorado mucho, sola y quizás arrepentida de no haber
podido jamás cruzar la plaza con él de la mano. Quizá no.
Probablemente como un
homenaje a ese amor, o como un reconocimiento al derecho de su hijo a saber, o
por ambas cosas, un día le dijo a Andrés que quería hablar con él. Y allí le
dijo todo. El hijo ya tenía 48 años. Ella estaba muy enferma. Falleció meses
después. Antes, hizo una declaración judicial para dejar constancia de la
verdad.
CONMOCIONADO
Conmocionado por la
revelación, Andrés inició una doble acción judicial para formalizar su
identidad real. Por un lado, impugnó su inscripción como hijo de quien hasta
allí había creído su padre. No fue un acto de desprecio. Recordaba a aquel
hombre como un verdadero papá. Su muerte había sido el primer gran dolor de su
vida. La otra causa fue para que se lo reconociera como hijo de Perrando.
EL INICIO DE UNA NUEVA
HISTORIA
Comenzaba allí una historia
nueva y diferente, la de su lucha por cerrar un capítulo que le revolvía el
alma. Murió en 2001, a mitad de un camino tapado por una maraña infernal de
incidentes y oposiciones. El juicio concluyó el 5 de este mes, con un fallo del
Juzgado Civil y Comercial 16. Para entonces el expediente había pasado por
varias manos.
Como mar de fondo siempre
tuvo la herencia dejada por Perrando. Un dudoso testamento había repartido los
bienes del médico entre distintas entidades. Una de las abogadas de Andrés
impugnó esos legados, sospechando que el médico había firmado ese reparto en el
final de sus días, atormentado por su enfermedad, sin ser consciente de lo que
suscribía. Sobre todo, sin ser consciente de que allí afirmaba no tener
descendencia alguna. ¿Podía haber ignorado a su hijo alguien que en vida había
tenido innumerables gestos de amor y generosidad para con él?
OBJECIONES DESESTIMADAS
Pero las objeciones, en los
albores del juicio sucesorio, fueron desestimadas. Recién al exhumarse los
restos de Perrando (enterrados en la provincia de Buenos Aires) y realizarse un
estudio de ADN se constató la relación filial.
Ahora está a punto de
concluir ese otro proceso. Las entidades que antes aparecían como legatarias de
todos sus bienes, se quedarán con un 20%. El 80% será para cinco nietos de
Andrés, ya que los dos hijos que él tuvo fallecieron también, ambos a edades
jóvenes. Recién para entonces, una justicia tardía, muy tardía, habrá hecho
algo de lo que le correspondía hacer.
Por Sergio Schneider
(Resistencia – Chaco)