Desde
el principio de los tiempos se ha vuelto reiterativa la comparación del hombre
para con Dios. Desde el relato bíblico de la torre de Babel hasta la
utilización de la tecnología para crear vida o inteligencia.
Borges
nos dice que el conocimiento es finitamente infinito y eso es lo que nos ubica
como seres terrenales. Al igual que el conocimiento almacenado en la biblioteca
de Babel, con combinaciones limitadas pero con un límite tan inmenso que se
hace incapaz de abarcar en una vida, y si el conocimiento toma sentido con
hombres, se vuelve infinito si es inabarcable aún a lo largo de toda una vida;
aunque sea limitado, aunque sea finto, para nosotros es infinito.
Esa
concepción contradictoria de lo finito y lo infinito que aborda Borges en
cuanto al conocimiento, es equivalente a la perfección e imperfección en cuanto
a los hombres. Los hombres le dan sentido al conocimiento, el conocimiento -infinito
él- acerca a los hombres a la perfección de Dios. Así fue castigado Prometeo,
así se despidieron del paraíso nuestros primeros padres. Adán y Eva vivieron
con pasión, significando la esencia de vida con la existencia de la muerte,
solamente mostrando su costado humano, el imperfecto. Desde siempre, el ser
humano ha intentado acercase a Dios. Dios es la meta. Per o no se puede
comparar sino hay una mínima similitud, el conocimiento es la evidencia
comparativa.
La
imperfección de los hombres se agiganta al persistir en la comparación
terrenal-divina, pero ya sin tener en cuenta el conocimiento. Sin similitud, la
comparación carece de sentido y el apocalipsis del razonamiento se vuelve
inminente. Nada que surja de una comparación obsoleta puede tener lógica. Así
los hombres llegaron a buscar comparaciones con Dios, sin tener al conocimiento
como puente de analogía: el despótico Luis XIV, el autoproclamado rey y
emperador Napoleón, la enfermedad de perfección y poder de Hitler, la
utilización de bombas de destrucción masiva. Los totalitarismos ejemplificados
en los símbolos mencionados antes, han sido motivo de discusiones bélicas en
reiteradas oportunidades. La ausencia de diálogo entre los hombres a lo largo
de la historia los ha llevado al campo de batalla, síntoma de imperfección.
“Matar
o morir”. Basta con “El arte de la guerra” de Sun Tzu para entender las manifestaciones lúdicas que,
inspiradas por esta ausencia de diálogo en época de totalitarismos, tomaron
sentido y relevancia magnánima. El ajedrez es la comparación por excelencia,
pero el fútbol es vidriera y esclavo del capitalismo. Es en el fútbol donde el
arte de la guerra conecta lo que los hombres han hecho durante toda su vida cíclicamente
en campos de batalla y en coliseos, pelear entre ellos.
Los
hombres encontraron en el fútbol el instrumento perfecto para despuntar el
vicio eterno de la batalla (ahora desde la perspectiva lúdica) y el capital que
mueve masas y dinero. El fútbol se volvió el elixir actual de los hombres y, consiguientemente,
el instrumento de manipulación masiva del aparato capitalista. Como en aquel
arte de la guerra original -el de los totalitarismos- aquí también hay comparaciones
con Dios. Pero lo grave de esto es que el aparato lo postula por beneficio
propio, hace el negocio más rentable insertar a un Dios en el campo de batalla,
aunque sea en un estadio y tras una pelota.
Por
otro lado, los hombres vuelven a lo de siempre en este contexto: a la
comparación obsoleta, a la comparación sin similitud, a la comparación incomparable. Exceptuando aquella frase
iluminada de quien haya sido el único profeta que entendió todo, que ante la mirada del mundo entero relató: “(…)
Acordándose de un griego que solía hablar con humildad, esta vez dijo ‘de
fútbol lo sé todo’ (…)”. El único punto en la historia del fútbol donde la comparación
divina tuvo algún sentido, posiblemente de fútbol lo haya sabido todo. Pero
tanto el sistema capitalista futbolero, como los hombres que adoran idolatrar
hombres y normalizar Dioses; caían en la comparación sin sentido. No la de
aquel de profeta con nombre de filósofo francés, aquella comparación sí estaba
argumentada. Sino la de antes, la de siempre, la obsoleta, la que deja de lado
al conocimiento y -por decantación- también al sentido comparativo.
En
este mundo -tanto ayer como hoy, tanto en la guerra como en el fútbol- hay
leyes que se imponen, como la de la gravedad; mientras más alto alguien se
eleve más duro caerá. Enaltecieron al hombre pelota, al punto de un Dios. Lo
adoraron, lo vanagloriaron, le rezaron, le constituyeron una iglesia, incluso
cometieron la doble falacia; la de perdonarle lo imperdonable, lo que desnuda
la contradicción y expone la falencia de la tesis divina: son los dioses los
que perdonan a los hombres, no los hombres los que perdonan a los dioses. Tanto
fue el bombardeo, que el hombre pelota -que
otrora había sabido combatir el sistema desde adentro- acabó por creerlo, se
creyó un dios: Omnipotente, con poder, despótico, dueño de verdades absolutas y
reveladas, y -ahora también- esclavo del sistema.
Fueron
los hombres, todos aquellos que enaltecieron a Diego Maradona hasta la
comparación divina, los que les facilitaron el juego al sistema capitalista del
fútbol mientras Pelusa intentaba combatirlo desde adentro. Fueron los hombres
los que empezaron a transformar y corromper a un simple muchacho dotado de
habilidades para mover una esfera inflada de aire y recubierta de cuero.
Fueron
los hombres quienes ficcionariamente dotaron de perfección a un ser imperfecto.
Y fueron los mismos hombres que lo ascendieron hasta el cielo en periplo
divino, quienes -cuando el hombre se mostro como tal, imperfecto- azotaron
desde allá arriba, lo denostaron a la parrilla perpetua de los infiernos -como
narró Sacheri-.
Fueron
los hombres los que fallaron; fueron los hombres quienes enfermaron de delirio
místico al revolucionario Pelusa, lo enfermaron hasta matarlo -y muerto el
perro se acabó la rabia-; fueron los hombres quienes mintieron siempre. Diego
fue sinceramente imperfecto. Ni Dios ni demonio, hombre.
Autor: Alejo Román Paris