Alegría, sorpresa, tristeza, y porqué no
también, emoción, fueron algunas de las sensaciones que invadieron mi ser. Como
cuando los primero rayitos del sol invaden la tenebrosa oscuridad de la noche
más negra, como anunciando el inicio del porvenir del ayer y, a su vez, de un
nuevo porvenir. La esperanza y la satisfacción de que el camino transitado
sigue, pero la vorágine de un avance sin tiempos muertos.
En ese momento estaba en la estación General
Belgrano de la ciudad de Santa Fe a las ocho de la noche, pero podría haber
estado en Ushuaia o en la Quiaca a las cuatro de la mañana. Poco importaba el
lugar y el tiempo, ese “aquí y ahora” que siempre dice presente como poniéndonos en alerta, “¡ojo que vas a llegar tarde
al odontólogo!”, “¡metele que si perdés el bondi no llegas a la mesa de
examen!”, un tipo preguntándote la hora en la calle. Vivimos marcados por una
especie de sistema de posicionamiento global y temporal, referencias que nos
ubican y nos ordenan, que nos marcan un aquí y un ahora dentro de una vorágine
cotidiana que escapa a nuestra capacidad como sujetos individuales.
A veces, cada tanto, no mucho, pero quizás más
veces de las que somos conscientes, ocurre lo que me sucedió a mí esa noche. Esa alarma que nos marca el paso queda
desactivada, y es ahí cuando se produce el verdadero disfrute de las cosas que
hacemos.
Aquella noche fue una de las veces que esto me
ocurrió, claramente no fue la única vez, pero en este caso fue especial. Lo que
estaba disfrutando me permitió materializar, de alguna forma, en estas líneas,
ese sentimiento que nace al salirse de la vorágine desenfrenada en la que
vivimos.
El momento de placer al escuchar recitar esas
historias fue maravilloso. Obnubilado por los relatos que me anestesiaron el
efecto dinámico de la cotidianeidad, no me interesaba nada más que lo que
estaba escuchando y la manera en cómo me lo estaban contando. Historias que le
podrían suceder a cualquiera, que nos suceden a menudo. Esa vida dinámica que
nos agobia es, en realidad, un relato. Contar lo que nos pasó puede significar
escaparle, por un rato, al sistema de posicionamiento global y temporal que
marca nuestro transcurrir en ésta vida.
Las condiciones del mundo real nos marcan, “se
sufre pero se vive”. En realidad deberíamos decir “vivimos y por eso sufrimos”,
sino viviéramos no sufriríamos. Desde el pensamiento cartesiano, el sufrimiento
podría ser un síntoma de vida, como el dolor, como la pasión y como el amor.
Por otro lado, si pudiéramos conjugar pasión y vida, -vivir de lo que nos
apasiona- todo sería más fácil. Pero necesitamos sacrificar una porción de
nuestra vida para poder vivir, destinar nuestro tiempo a la actividad que nos
permita subsistir en este mundo, que muchas veces no es la que más nos gusta.
No obstante, podemos encontrar el momento para hacer lo que nos apasiona, y ese
momento nos marcará la diferencia porque cambiará toda nuestra lógica hasta ese
momento. El problema es que aquello que debiera ser el motor de nuestra vida
cotidiana es, en realidad, lo excepcional. Entonces, aún si intentásemos
simplificar en que vivir solo cuesta vida o tiempo, hasta en esa simplificación
se camuflan grandes complejidades como: ¿qué es lo que insume mi tiempo?, ¿dónde
transcurre mi tiempo?, ¿dónde debería transcurrir para reinventarme día a día?
Es por todo esto que vivimos cotidianamente sin
darnos cuenta ni reparar en cómo vivimos, vivimos y punto. Y es así que nuestra
cotidianeidad muchas veces acaba por saturarnos, pero hay momentos excepcionales,
donde hacer lo que nos gusta nos permite escaparle a la lógica agobiante por un
rato. Por otro lado, nuestros pensamientos se ordenan al poder darles una
materialización en el mundo, al convertir ideas en palabras escritas logramos
ordenar nuestros pensamientos. Y si lo que escribimos es sobre algo de lo que
nos apasiona, entones estamos redoblando ese momento de pasión, cuando se vive
y cuando se cuenta.
El día a día es un cuento donde dos hermanos
juegan a la escondida con cada uno de nosotros. El objetivo es escondernos de
ellos, sabiendo que nos van a encontrar, pero tratando de disfrutar al máximo
ese momento antes de que nos encuentre. Hay que eludir por un rato al tiempo y
al espacio, gambetearlos, o simplemente escondernos de ellos por un rato
escribiendo un texto de algo que nos haya ocurrido.
Como me contó un tipo esa anoche, “Las
anécdotas son mejores cuando no tienen nada del otro mundo”. Genio, Casciari.
Alejo Roman Paris - Paraná - Entre Ríos