Morgan
sintió como si nadie hubiese en él. No le tomó mucho tiempo comprender que
estaba fuera de un hospital.
Divisó
a través del esmerilado vidrio de la puerta del nosocomio a los desesperados,
los errantes, los esperanzados. El no sabría catalogarse.
No
pudo evitar la mueca irrisoria que su rostro dibujaba, tampoco pudo eludir
aquel vasto pensamiento que siempre le acompañaba en estos momentos críticos:
“el hombre no debería crear relaciones de interdependencia, todo acaba, todo
prescribe, todos mueren, solo prosigue y permanece la pena, el dolor; y aquella
conformidad mediocre llamada duelo”
Morgan
acababa de perder, en efecto, un ser amado.
Recorrió
el frondoso, pero no menos lúgubre paisaje que le rodeaba, cuando de repente le
interrumpió una voz aguardentosa;
“Disculpe
señor Taylor, debe reconocer el cuerpo”, dijo un doctor, o un guardia, o una
enfermera, o el mismísimo sereno. Morgan no dio en reparos para interpretar
quien era el dueño de aquellas palabras que él no imagino oír algún día, o tal
vez sí, pero en un futuro demasiado lejano.
Dubitativo,
anonadado, comenzó con aquella inexorable procesión hacia la morgue, cada paso
conllevaba una sensación diferente, por momentos llamaremos a interpretarla
como furia, dolor, incertidumbre, que de momento mutaba a plegaria, aunque cabe
mencionar que Morgan no era un hombre que haya labrado sus principios,
esperanzas, ni devociones, en un mismísimo templo, bajo una cruz.
Los
pasos inagotables se agotaron. Morgan se hallaba en la puerta de la morgue. Al
ingresar, casi no puede contener las náuseas, el aroma a formol, se mezclaba
con el hedor de algunos cuerpos.
Trémulo
y con dolor no pudo evitar pensar que ese hedor, provenía de la misma persona
en la cual él se habría embriagado noches amando aquel aroma de Fleur de
Rocaille que brotaba de sus cabellos, aquellas mejillas de cristal, reflejo de
astros, que eran llave maestra de portales divinos y cósmicos, no eran hoy más
que epidermis y hematomas; la comparación y el morbo suelen estar unidas y
viajar de la mano a diversos lugares, evidentemente, esta no sería una grata
excepción.
“Por
aquí, señor Taylor” susurro una joven forense, de rasgos particulares y rostro
refinado, Morgan ni siquiera la advirtió, solo procedió, y se aproximó a la
camilla, el mismo, en un acto de inconsciencia y de un artero movimiento,
retiro la sabana mortuoria. Labios morados, pupilas dilatadas, y lo demás es
demás, allí comprendió todo.
Manteniéndose
en pie, levanto sus ojos, asintió con mirada desorbitada, y de sus labios brotaron
solo dos palabras, las únicas que pudo pronunciar, “es ella”.
No
habría más nada que hacer allí, Morgan se retiró, y pretendió perfumar de
olvido su mente.
Hallase
su mirada embebida en un sosiego tétrico, ya ni siquiera atinó a pedir
explicaciones, el sabia (o sostenía), que no habría de nadie que
metafísicamente pudiera escucharle.
Mira
sus palmas y ralentiza un tiempo más sus pasos, su andar es fusión tragicómica
de hombre devenido a despojo. Observa un rayo de luz, encumbra la vista, ya no
sabe si en búsqueda de plegaria o de venganza imposible, aquella es una idea
que lo acompañaría durante las 10 últimas horas.
Padre
de 5 hijos, no repara en retornar al hogar, esquivar lastimosas miradas posadas
sobre él en las calles, aquel otrora florido pabellón que hoy ha mutado a
tétrico baldío.
Morgan
ya no lo medita, no tiene tiempo (todo lo ha tornado atemporal), toma un arma,
vacía, y ejecuta noblemente el disparo en el pecho, en la memoria, para toda la
vida, para lo que reste de ella.
Llevará
oculta y a cuestas la interminable agonía de aquel disparo, de aquel arma
cargada de pétalos negros y maquillaje.
Juan
Norberto Arias (pobremente aquí llamado Morgan Taylor) se maquilla, se perfuma
de pétalos negros, empina la visión hacia el firmamento, vocifera asnal y
obstinadamente que es feliz, y talla un amargo epígrafe, próximo a concluir.
Ignacio Núñez Avendaño